lunes, 12 de junio de 2017

Epicuro y la medida del placer alimentario

La panza de los filósofos


En este espacio hemos compartido lo que la filosofía moderna nos ha dado, desde el pensar por uno mismo hasta una Ilustración alimentaria. No obstante, ha llegado el momento que los antiguos tomen la palabra y qué mejor para iniciar que una de las escuelas helenísticas más calumniadas por la Iglesia Romana y por el cual la marca del cerdo recorre la historia del pensamiento occidental: los epicúreos.


Su fundador se mostró filósofo desde el momento que tomó un libro del atomista Demócrito y de él aprendió que el cuerpo está hecho de materia risueña. La figura de este pensador resalta por los escándalos que muchos le atribuyen: proxeneta, plagiador de ideas, escritor de cartas licenciosas, derrochador en todo lo que pudo, enfermo y miserable por sus excesos (se dice que vomitaba dos veces al día por sus desproporciones en la mesa) y para colmo los cristianos lo acusarían de devorador de niños.


Por esta razón, la imagen del cerdo epicúreo popularizada por Horacio en sus Epístolas y explicada por el santo cristiano Gregorio de Nisa como el animal que jamás vera la gracia del señor por la complexión de su cabeza, éstas son las marcas que la tradición nos ha heredado de este personaje conceptual.


No obstante, de todas estas cosas sólo su enfermedad es verdad. Un cuerpo frágil que sentenció, anterior a Nietzsche, que se reflexiona con el cuerpo placenteramente: “Pues yo desde luego no sé cómo imaginar el bien, si suprimo los placeres de los sabores, si suprimo los del sexo, los de los sonidos y los de la forma bella”.


Es debido a esto que dictó una dietética para la reflexión, la cual consta de una comida sencilla pero bastante placentera, y a la vez, de una serie de máximas legadas a nosotros por sus discípulos y seguidores cercanos. El Tetrafármakon, como se le ha llamado tradicionalmente al pensamiento del filósofo del Jardín es una pócima compuesta de cera, sebo, pez y resina. Este compuesto que no se encuentra propiamente en los escritos del filósofo de Samos sirve como indicio para entender su dietética reflexiva.


Las cuatro máximas más importantes, y que conforman esta cuádruple cura, en resumidas cuentas nos hablan de no temer a los dioses porque ellos no se preocupan de nosotros. La muerte es otra cosa que tampoco hay que temerle, puesto que cuando estamos vivos ella no está y cuando llega ya no estamos para presenciarla. Estas dos primeras máximas nos abren camino a un pensamiento fundamental, gracias a que sin miedo lo único que nos queda es disfrutar.


Sin embargo, el placer hedonista de Epicuro no es uno en bruto, arrojado a la destrucción de nuestro ser, sino uno que se plantea el goce eliminando todo sufrimiento. Por esta razón la dieta aunque simple, nos revela que ante todo está el deleite: “Él mismo afirma en sus cartas que se contentaba sólo con agua y un pan sencillo. Así dice: Envíame una tarrina de queso, para que pueda, cuando me apetezca, darme un festín”.


De tal forma que la tercera máxima es gozar de todo alimento (y placer); toda comida en potencia es un festín, siempre y cuando cumpla con su función principal: evitar el displacer. Para ello su distinción de los deseos nos puede abrir un camino para entenderlo. En primer lugar están los deseos naturales y necesarios, luego los naturales y no necesarios y por último los no necesarios y no naturales.


De los primeros, el agua y el pan satisfacen de manera clara estos deseos, puesto que la sed y el hambre se ven cubiertas perfectamente. De los segundos, son aquellos que diversifican el placer, un condimento o una pizca de sal que dan a la comida un sabor especial. El filósofo del Jardín sabe que nuestro ser busca un poco más y que no puede estar sin sosiego y sin esos placeres, por esta razón acepta que estos sean satisfechos. A diferencia de cualquier santo cristiano que se abstiene hasta la última gota de vino, Epicuro prefiere un cuarto de vino y un pedazo de queso para ese momento que el cuerpo pide y nuestro ser disfruta.


    Por último, los deseos innecesarios y no naturales, son aquellos que buscamos fuera de ese placer natural del comer o beber que nos lleva directamente al sufrimiento. La dieta incomoda contemporánea entra en este rubro: comidas fast-track, dietas exigentes que dañan la mente y el cuerpo en busca de un ideal inalcanzable, la degustación pobre del supermercado que nos engaña en sus sabores y placeres. La pizza congelada que miramos con lujuria y que su empaque nos engaña con sus colores para que al final, como Adán y Eva, nos destierre fuera del paraíso culinario.


Gracias a esto, la medida del placer alimentario es la búsqueda de no sufrir en la mesa, de poder comer (aunque sea humildemente) pero sabiendo que nos presenta un goce y no una tortura:


“Y los alimentos sencillos procuran igual placer que una comida costosa y refinada una vez que se elimina todo el dolor de la necesidad. Y el pan y el agua dan el más elevado placer cuando se los procura uno que los necesita. En efecto, habituarse a un régimen de comidas sencillas y sin lujos es provechoso a la salud, hace al hombre desenvuelto frente a las urgencias inmediatas de la vida cotidiana, nos pone en mejor disposición de ánimo cuando a intervalos accedemos a los refinamientos y nos equipa intrépidos ante la fortuna.”


Debido a ello, la cuarta y última máxima se nos hace presente: buscar la felicidad. Sin miedos que nos atormente y sin displaceres que nos agobien, el goce está a nuestro alcance. Y de nuevo otra una lección culinaria: Antes de buscar el platillo ostentoso o cumplir con la mera necesidad, hay que cubrir con lo más importante: nuestro placer.


La prudencia a la que nos invita este pensador es a la de formar virtudes que estén íntimamente conectadas a la naturaleza y que no niegue una vida placentera. La vida feliz, y como tal una comida que nos de felicidad, son metas a construirnos constantemente. La autosatisfacción es como tal la enseñanza que nos deja este pensador, pero que no cualquiera alcanza:


“Por tanto, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos o a los que residen en la disipación, como creen algunos que ignoran o que no están de acuerdo o interpretan mal nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni estar perturbados en el alma. Porque ni banquetes ni juergas constantes ni los goces con mujeres y adolescentes, ni pescados y las demás cosas que una mesa suntuosa ofrece, engendran una vida feliz, sino el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección y rechazo, y extirpa las falsas opiniones de las que procede la más grande perturbación que se apodera del alma.”


    La felicidad está ante nosotros si podemos llevar todo esto a cabo: eliminar los tormentos que los dioses o la muerte puedan provocar, para llegar a un placer máximo sin el sufrimiento. Y ante todo una mesa puesta con platillos que deleiten nuestro paladar como el festín del Maestro del Jardín que con una taza de queso y un vino satisfacía su deseo.


Aarón Espinoza Conde


Cofixal


Colegio de Filosofía de Xalapa

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